Durante 25 años, la saga de Metal Gear ha representado con incomparable aplomo lo más sofisticado del sigilo dentro de la industria del pixel, valiéndose de interesantes y elaborados argumentos, cuyo único pecado fue incidir en excesos de complejidad; resultado de la excéntrica y a veces impredecible mente de Hideo Kojima, el concepto de la franquicia es una gloriosa sátira de conspiraciones internacionales, que rinde tributo a las películas de espionaje y al esquema de las historietas, incluidas exclamaciones hiperbólicas y villanos estereotípicos con nombres ridículos y vestuario cocinado al cliché. Es, a todas luces, un producto sumamente completo, envolvente y fascinante que con cada iteración refuerza el encanto de sus fans. No obstante a las virtudes, desde que comenzó su trayectoria Metal Gear no ha dejado de ser el mismo juego, no importando si se trata de la época de posguerra, o un conflicto del nuevo milenio, la mecánica, los argumentos y sobre todo los simbolismos, reiteran una y otra vez, provocando en cada ocasión la misma euforia en el público. Así, en conmemoración de su vigésimo quinto aniversario celebrado el 7 de julio, aprovechamos para desentrañar la relevancia de la franquicia desde la primera aventura pixelada de Snake, hasta sus hazañas en alta definición, con el afán de exponer esos elementos clave que siguen haciendo de cada entrega un éxito.
En sus inicios, Metal Gear comenzó como un proyecto inocente, sin mayores aspiraciones que plantear las crónicas de un héroe de acción al más puro estilo del cine ochentero, después de todo, la imagen representativa de Snake en aquella época se sostenía del rostro de Michael Biehn, actor que interpreta al sargento Kyle Reese en la película de Terminator, la personalidad de Snake Plissken de Escape from New York, y ciertos rasgos de versatilidad extraídos de James Bond, sin contar el aire flemático, claro está. Pero aunque el protagonista se ajustaba a la más intensa experiencia jamás vista en los 8bits, la tecnología de la MSX no era apta para todas las ideas que se agolpaban en la cabeza de Kojima, así que el desarrollador tuvo a bien fortalecer su propuesta con las limitaciones, implementando una mecánica que favoreciera el sigilo y castigara el ímpetu por la acción. Ante ello, comenzó a cobrar forma uno de los aspectos más característicos de la serie, y que resonaría con mayor sofisticación con el pasar de los años, a la par del desarrollo argumental. Solid Snake, y toda la institución que representa el trasfondo del personaje, dejó atrás los clichés para consolidarse como una entidad completamente original, si bien no completamente desprovista de la inspiración con que se originó.
Y es que en oposición a la creencia popular de que toda franquicia debe refrescarse para permanecer vigente, el éxito de Metal Gear ha tenido como andamiaje la continuidad de sus elementos. Es un testamento que contradice las opiniones de que la industria atraviesa una sequía creativa, pues la mecánica de esta franquicia ha evolucionado constantemente, aunque en dosis conservadoras, sin perder su esencia. Irónico, pues la historia es uno de los aspectos que más idolatría causan cuando se habla de la mitología de Snake, sin embargo y sin arrebatarle trascendencia, el componente narrativo toma una posición menor frente a la interacción misma, a la forma de controlar el personaje y las herramientas disponibles para enfrentar desafíos. Es algo que atañe a todas las franquicias exitosas, como Ninja Gaiden, Final Fantasy o Street Fighter, que renuevan estética o alteran hasta cierto punto su ejecución, pero exponen la experiencia de juego en una fórmula reminiscente. Dicho sea de paso, tal naturaleza de conservación es la que llevó a Ocarina of Time y al propio Metal Gear Solid a triunfar contundentemente; ambos se apoyaron en títulos clásicos, pero en lugar de revolucionar conceptos y romper esquemas, tomaron lo existente y le dieron una dimensión diferente, aportando nuevas ideas sin alterar el fundamento.
Para reforzar dicha tesis, vale comparar Metal Gear 2: Solid Snake, con Metal Gear Solid, que para efecto práctico podían ser el mismo juego, con diferencias obvias. Mientras que en el de MSX Snake es un miembro elite de Foxhound en misión por evitar la destrucción de las reservas petrolíferas en Zanzibar, Metal Gear Solid nos hace cómplices del icónico espía en una misión en Alaska para evitar una guerra mundial. Pero fuera de los pretextos temáticos, la idea permanece: detener una catástrofe global, usando idénticas mecánicas, enfrentamientos contra jefes muy similares, elementos narrativos sumamente parecidos, y personajes en situaciones que difieren muy poco de un juego a otro. La clave es que la reutilización de concepto fue intencional, pues es una ironía a la que recurre Kojima tanto en diseño, como en argumento. La vida del soldado en el universo Metal Gear está condenada a servir planes maquiavélicos de los gobiernos y grupos de control, a favor de garantizar la estabilidad mundial; mientras que en términos de desarrollo, el diseño debe someterse a los lineamientos antes empleados, con tal de apelar y complacer a las mismas audiencias.
En 1987 el creador de la saga definió cómo funcionaría Metal Gear, y desde entonces poco ha cambiado: se sigue favoreciendo el sigilo sobre la acción, las herramientas que ocupa Snake no cambian en utilidad y desempeño aún si la diversidad es mayor, la comunicación por radio es esencial para conducir la narrativa, y el hecho de que los jefes sean mayoritariamente maquinarias bélicas, o sujetos con habilidades sobrehumanas. No fue obra de la casualidad que en la transición a la era de los 32bits, incontables franquicias sucumbieron en tanto Metal Gear tomó nuevos bríos y pasó de ser un concepto de mediana popularidad, a una de las franquicias más memorables de todos los tiempos.
Cabe mencionar que la efigie de Metal Gear no está libre de defectos, al contrario, Kojima está lejos de ser el más pulcro y ejemplar de los directores en el entretenimiento del pixel, a veces dejando sus proyectos en manos de otro, para que limpien su desorden, y después regresando para reivindicar las alteraciones que dieron a su visión. De la molesta presencia de Raiden en Metal Gear Solid 2, a los desatines filosóficos, o incongruencias místicas como la resurrección de Raven, la saga ha contado con múltiples pifias que impiden que cada título se convierta en autentica obra maestra, y a pesar de ello, casos como Snake Eater se cuentan entre los ejemplos más virtuosos de narrativa, mecánica y concepto.
En particular, la presencia del homónimo Metal Gear dentro de la historia es evidencia de que la permanencia, por más benéfica que ha resultado para apelar a la nostalgia de los veteranos y estimular la curiosidad de nuevas audiencias, debe incursionar en nuevos territorios. La poderosa maquinaría de guerra, que en los albores de la Guerra Fría se imponía como armamento infalible, y tenía todo sentido cuando apareció el primer juego, se volvió obsoleta frente a la era informática, pero aún así Kojima no pudo librarse del recurso argumental; cuando llegó Metal Gear Solid 4, la idea del tanque bípedo con capacidad nuclear se convirtió en una especie de anacronismo, la guerra había evolucionado en términos congruentes a nuestra realidad, pero el vehículo estaba completamente fuera de lugar. El futuro de Metal Gear pronostica dos vertientes, la primera con Revengeance que permitirá a Kojima experimentar tanto como desee, y la quinta iteración, propuesta que mantendrá al desarrollador nipón apegado a sus tradiciones, amarrado a Solid Snake, y por supuesto, comprometido a entregarnos una vez más esa experiencia tan memorable, que ha ofrecido desde sus inicios el máximo exponente del espionaje y las conspiraciones internacionales.
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