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Había tomado una foto de la pantalla en la oficina. Miraba absorto una reja. Bang. Un destello. Intuí la solución del acertijo. Saqué mi teléfono y apresuré la respuesta. Tendría que esperar a llegar a casa para saber si era correcta. Llego y enciendo la consola. Mis manos tiemblan un poco… ¿mi intuición es correcta? El logo de The Witness aparece en pantalla. Introduzco el camino prefigurado. El juego me felicita con un reconfortante sonido. El horror: otro acertijo, aún más difícil, aparece al lado del que acabo de resolver. Odio este juego; amo este juego.
The Witness establece un diálogo secreto con su jugador. Cada acertijo enseña un íntimo lenguaje. Respeta a su audiencia: no tiene tutoriales y no es confuso. De la misma forma en la que Jonathan Blow nos enseñó a manipular el tiempo a nuestro favor en Braid, en The Witness la intuición y el sentido común serán nuestras guías en sus acertijos geométricos. No miento: jugarlo agotará tu cerebro. En este título no hay cabida para la distracción. No jugarás para relajarte después de una mañana ardua en el trabajo o la escuela. Con el paso de los días, comenzarás a ver acertijos en todos lados. Los obsesivos, como yo, descuidarán sus obligaciones con tal de esbozar la posible solución de algún condenado pánel de puzzle. Mientras jugaba me descubrí dibujando, tomando fotografías a la pantalla, usando un espejo, recordando mis habilidades para Photoshop, comprando acetatos transparentes… todo para resolver un acertijo.
Odio este juego; amo este juego
Durante días sólo pensé en caminos y bifurcaciones de caminos, rutas, colores, figuras geométricas. The Witness a veces es elemental como Tetris, pero otras más resulta complejo y profundo como el Go. Hay juegos que desperdician toda su duración intentando enseñarte un lenguaje ―sus mecánicas de juego—, pero en The Witness aprendes uno nuevo en cada sección. Me encantaría hablar sobre sus ingeniosas mecánicas, pero temo agotar la sorpresa del lector al descubrirlas. Baste decir que en cada parte del juego aprendes las bases para resolver escenarios complejos. De forma similar a Braid, donde en cada mundo el título articulaba y agotaba una mecánica nueva, en The Witness ocurre lo mismo. Ya sea que estés en un pantano de colores o en un castillo abominable: la forma de resolver cada conjunto de acertijos es distinta y requiere capacidades diferentes. Y —lo mejor— en cada uno de los casos sentirás que llevaron cada idea al límite.
Recuerdo en especial unos acertijos que tenían pocas soluciones: el juego reinicia tu progreso parcial con cada intento fallido. Al final, es una forma elegante de evitar que encuentres soluciones a modo de prueba y error. Sin embargo, The Witness admite respuestas ingeniosas y atajos sólo si eres suficientemente inteligente para encontrarlos. El purista intentará acabar el juego sin quitar sus ojos de la pantalla, pero el más práctico (e inteligente) empleará todos los recursos que tenga a su disposición para resolver los acertijos. Al final, ¿qué no para eso eran las hojas en blanco que venían al final en los manuales de juegos de antaño? Me hubiera encantado una edición especial de The Witness con un libro de páginas cuadriculadas, una regla y lápices de colores. Amo que este juego sea, explícitamente, un artefacto que debes resolver: como si hallaras una cerradura mágica que resguarda un tesoro. Terminar el juego empleando esa edición especial imaginaria resultaría en un bello caos de anotaciones, tachaduras y eurekas escritos con emoción al lado de las soluciones, como si fueran pequeños milagros. Ese conjunto absurdo de hojas y rayones ininteligibles sería un monumento al impulso más noble del ser humano: el entendimiento. Borges lo dice mucho mejor que yo: “¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!” El amante del puzzle sabe de qué hablo.
Eurekas escritos con emoción al lado de las soluciones, como si fueran pequeños milagros
Un pasaje citado en The Witness resume magníficamente la intención detrás del juego. En él, David Darling introduce al jugador al Zen, una disciplina cuyo fin es percibir el mundo directamente y sin intermediarios. En específico, aprendes sobre el Rinzai, una escuela del Zen que persigue la iluminación por medio de la resolución de problemas sin respuesta lógica. El objetivo es inducir una catástrofe intelectual en el individuo para producir un salto súbito, que lo eleve fuera del lenguaje y la razón hacia una experiencia sin intermediarios, conocida como satori. Para resumir, el objetivo es tener “momentos zen”: experiencias súbitas, como relámpagos, en las que el intelecto desaparece con la barrera entre el espectador (¿el testigo?) y la realidad.
Literatura y filosofía han buscado ese momento a su manera. Borges (sí, otra vez) refiere a los sufíes, quienes, para perderse en Dios, repiten su nombre hasta que ya nada quiere decir. Schopenhauer explica cómo Kant situó las coordenadas para explicar la realidad dentro de nosotros: “antes de Kant, estábamos en el tiempo; ahora el tiempo está en nosotros.” La idea es la misma: no percibimos el mundo directamente, por lo tanto, debemos encontrar la forma de eliminar los intermediarios. ¿Atribuir este profundo objetivo a The Witness es ser demasiado generoso? Quizá, pero me gusta que los videojuegos se planteen ese problema y propongan sus herramientas para resolverlo. Aunque sea un intento tímido, me da gusto ver que el medio se aproxima, a su manera, a nuestros problemas esenciales.
En otro apartado del juego, hay un video que explica cómo el verdadero progreso del mundo sólo puede darse por medio de la ciencia. El arte es una distracción: sentimientos no verdaderos. The Witness posee un subtexto contradictorio y que merece un artículo por separado. Como parece ser costumbre para Blow, su interpretación no es unívoca. Pero, por lo pronto, voy a continuar con mis impresiones del juego.
El defecto más grande de The Witness es su interfaz. A primera vista, parece un simulador de caminar. Si bien el mundo que plasmó el equipo de desarrollo de Blow es bello, sencillo y elegante, también es estéril. Más que árboles, cascadas y naufragios, todo parece una escenografía pensada para disuadirnos de la idea de estar en un laboratorio de pruebas (aunque tal vez justo ésa es la intención). La movilidad limitada del juego cumple con el objetivo de no distraernos de los acertijos (si pudieras saltar, por ejemplo, probablemente pensarías que algún acertijo requiere que saltes para resolverlo); sin embargo, y salvo algunos puzzles muy ingeniosos, parece más un pretexto para dar profundidad al título volviéndolo tridimensional, cuando la mayoría de sus acertijos son bidimensionales. Bajo cierta perspectiva, The Witness es un simulador de caminar con puzzles. No hay ritmo ni una estructura más allá de tu capacidad para resolver páneles. Luego de un tiempo, podría resultar cansado emprender la titánica tarea de solucionar acertijo tras acertijo, pues podemos ennumerar éstos en centenas. En múltiples ocasiones, frustrado por un pánel imposible, me di la vuelta y fui a explorar el mundo en busca de un desafío más sencillo.
The Witness seguramente te obligará a descansar. No es cuestión de voluntad, sino de agotamiento mental. Algunos páneles con acertijos exigen tanto de ti que, cuando se revela el siguiente, todavía más atroz que el anterior, simplemente querrás cerrar los ojos y meditar sobre nada. De hecho, al poner pausa el juego simula cómo tu personaje cierra los ojos y sigue viendo todavía acertijos —algo que seguramente te ocurrirá―. Llegarás a odiar The Witness en momentos en los que parece que el puzzle que tienes frente a ti es irresoluble; sin embargo, pocas experiencias en los videojuegos se comparan con ese momento de iluminación súbito en el que razonas la respuesta y la introduces triunfalmente en el juego. Toda la frustración se va al diablo. Durante ese breve instante eres un genio que acaba de resolver el misterio del mundo como voluntad y representación, eres Kant reencarnado y Borges absorto frente al Aleph. Ese instante de revelación vale la obsesión que desarrollarás al jugar The Witness y es un momento precioso y raro en el contexto de los videojuegos modernos.
The Witness no es para todos. Sólo puedo imaginar a los amantes de los puzzles terminándolo sin guías. Aún a la fecha de escritura de esta reseña hay secretos sin resolver. El juego exigirá de ti y te frustrará y querrás abandonarlo; sin embargo, si persistes en resolver este bello artefacto, y perseveras y elaboras bosquejos, ensayas respuestas y llenas hojas con garabatos extrañísimos, tu recompensa serán esos destellos de entendimiento: esos momentos brevísimos que persiguen los amantes de los acertijos y que justifican el esmero, la frustración y los desvelos. Para comprender, necesitamos destruirnos, diría Pessoa. ¡Qué tarea más noble dedicar el intelecto a empresas tan inútiles como resolver un videojuego!
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